El negocio del churro: desde los maestros que eran feriantes a los que ahora los hacen para el presidente
Hablamos con algunos de los artesanos que llevan trabajando toda la vida en Madrid en un oficio que temen pueda desaparecer: “Creo que con nosotros esto muere”
Los churros y las porras son los protagonistas de muchos de los desayunos de los españoles. Su mezcla de harina, agua, aceite, sal y azúcar, aunque suene sencilla, resulta imbatible. Sin embargo, el tradicional mundo de estos manjares vive con zozobra unos nuevos tiempos en los que los clientes, entre batidos ecológicos y tostas con aguacate, parecen dispuestos a olvidar el placer que supone empezar el día mojando este delicioso bocado en leche, café o azúcar. “Hacer churros es un arte y se está perdiendo”, aseguran desde algunas de las churrerías más famosas de la ciudad.
Familia Casado y la tradición en churrerias
La familia Casado lleva la churrería Siglo XXI desde hace 30 años. Contar su historia es contar la historia de una familia que lleva enseñando a más de cinco generaciones. “Empezaron mis abuelos, que eran feriantes, haciendo churros en una caravana ambulante, y después, en el 2000, abrieron el primer local en Vallecas”, explica Tamara Casado. La churrería presume de ser la más castiza que existe.
Cada día salen de este establecimiento una media de 1.000 churros que se venden agrupados bajo todo tipo de ofertas: cinco churros con chocolate, por ejemplo, cuestan 3,70 euros. Sus churros, aseguran orgullosos, están hechos con la mejor materia prima del mercado. “Todos los productos que utilizamos para la elaboración son de proveedores de la Comunidad de Madrid. Ahí está el secreto de un muy buen churro: en la masa”, desvela Casado.
Otra actividad de la churrería
Otro secreto: la mayoría de fábricas de churros se dedican más al reparto para cafeterías y bares que a vender directamente a particulares. Eso, explican desde el negocio, hace que en el trayecto los churros y las porras se endurezcan, lo que hace que pierdan mucha calidad. “La gracia está en comerlo recién hecho, cuando todavía está caliente”. Aunque mantener la churrería sea un trabajo duro, la familia Casado tiene la esperanza de que una sexta generación algún día tome el mando y continúe con el legado familiar.
No todos en el negocio miran al futuro con optimismo. En la churrería Pérez Prieto, en el corazón del barrio Chamberí, han perdido la esperanza de poder enseñar a los más jóvenes el arte de hacer un buen churro. “Es un negocio muy duro, no tienes casi vida, y los jóvenes ya no quieren sacrificarse. Yo los entiendo. Si yo tuviera que volver a escoger esta vida, probablemente no lo haría”, confiesa uno de sus propietarios, Antonio Prieto.
Prieto, de 51 años, lleva 31 levantándose todas las mañanas a las tres de la mañana a hacer churros y porras. Reparten a casi 60 cafeterías de la ciudad. Pero no son establecimientos cualquiera: entre sus clientes figuran hoteles como el Palace y la mismísima Moncloa, donde sus churros y porras son testigos mudos de las mañanas que viven quienes gobiernan España.
Mas de 2.000 churros al día.
En total, el negocio vende de media unos 2.000 churros al día, aunque Prieto recuerda que esto no es nada en comparación con lo que producía antes de la pandemia, cuando repartían a 150 cafeterías. “Es un oficio muy sacrificado. Cuando todos duermen, yo estoy haciendo churros; cuando todos salen de fiesta por Nochevieja, yo me quedo haciendo churros para el Año Nuevo”, afirma Prieto, que descubrió el amor por este frito después de empezar a trabajar en la churrería de un amigo tras el servicio militar. “El secreto es hacer cada churro con cariño. Los productos cambian, ahora la gente quiere hacer todo con máquina, pero eso no es buen churro”.
“Es un oficio muy sacrificado. Cuando todos duermen, yo hago churros; cuando todos están de fiesta en Nochevieja, también hago churros”
Prieto se imagina jubilándose entre aceite y harina: “No sé hacer otra cosa”. Después de una vida entera en la churrería, recuerda sus inicios con nostalgia y dice que al comienzo fue muy difícil de aprender. “He visto cómo muchos tienen que cerrar porque no pueden. Este arte no es para todo el mundo, por eso yo creo que con nosotros esto muere”.
La nueva generación viene empujando
Está dispuesto a llevarle la contraria Álvaro Fernández, que a sus 34 años ha tomado las riendas de una churrería tras crecer ayudando a su padre Zoilo a hacer churros en la Fábrica de Churros y Buñuelos, en la calle Santa Teresa, pleno corazón de Madrid. El local lleva dando de comer churros y porras a todo el barrio desde hace más de 100 años. “Estoy aquí porque es un negocio familiar y es lo que tocaba”, asegura.
“He visto cómo muchos tienen que cerrar porque no pueden. Este arte no es para todo el mundo, por eso yo creo que con nosotros esto muere”
La churrería se modernizó el año pasado en un intento por sobrevivir y poder competir con todos los negocios de café de especialidad que han abierto en el barrio. Ahora, la gente, además de ir a por sus churros de toda la vida, se puede sentar y tomar un rico café o un chocolate para acompañar su desayuno. “Repartimos a 40 bares y cafeterías todos los días y hacemos muchos de los encargos del Ministerio de Justicia, el Tribunal Supremo y la sede del Partido Popular para sus desayunos. Nos conocen y saben que son muy buenos churros”, cuenta Fernández, que tiene claro, por otra parte, que sus mejores clientes siempre han sido sus vecinos.
Futuro difícil.
Ahora es su padre, a sus 76 años, el que le ayuda haciendo los churros. “Las cosas están difíciles y por eso no sabría decir hasta cuándo vamos a poder mantener el negocio familiar. Las churrerías que son rentables son las del centro, por el turismo”. Aun así, Fernández está dispuesto a seguir trabajando todos los días desde la madrugada para sacar adelante el local: “El arte de un buen churro está en haber crecido sabiendo cuál es la forma correcta de hacerlos. Yo he tenido esa suerte”.
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El negocio del churro
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